Vartán Matiossián
Como respuestas a la nota del embajador
turco en la Argentina sobre el Genocidio Armenio aparecida en “La Nación” el 26
de abril, el diario publicó tres cartas de lectores y un artículo (27, 29, 30
de abril y 3 de mayo). Este artículo fue enviado el 2 de mayo y ha permanecido
inédito desde entonces, por lo que estimamos conveniente someterlo a la
consideración de los lectores.
El
embajador turco en la Argentina, Taner Karaka, ha declarado que “me siento
obligado a señalar las engañosas analogías y la incorrecta información
histórica” (“La Nación”, 26 de abril de 2013) con motivo de un artículo
publicado por el escritor Marcos Aguinis. Su desprecio por la verdad histórica
nos obliga a hacer lo mismo.
El
firmante recurre a la negación sin advertir que el genocidio armenio ha sido reconocido por la ley 26.199 y condenado por
la justicia argentina en sentencia definitiva: "El Estado turco cometió el
delito de genocidio en perjuicio del pueblo armenio en el período comprendido
entre los años 1915 y 1923" (fallo del 1º de abril de 2011). Eso
constituye, en última instancia, una apología del delito, ya que el
negacionismo, aunque no esté tipificado como tal en la legislación nacional, es
un delito ético.
La
inexistencia de un fallo de un tribunal internacional no invalida la conclusión
de reconocidos historiadores y juristas. La Convención de 1948, artículo 2,
incisos a)-e) define como genocidio cinco
diferentes actos con intencionalidad parcial o total de destruir el grupo como
genocidio. El genocidio cometido contra el pueblo armenio abarcó los cinco actos, desde la matanza colectiva hasta
el traslado por la fuerza de niños del grupo (islamización y/o turquificación
forzosa). Se basó en una ideología proto-racista, nutrida de la
discriminación que prevaleció en el Imperio Otomano durante siglos, donde los
no musulmanes eran ciudadanos de segunda. Hablar de "amistad
histórica" en la relación jurídica entre amos turcos y siervos armenios
equivaldría, salvando las distancias, a hablar de la "amistad
histórica" entre amos blancos y esclavos negros en el sur de los Estados
Unidos hasta 1865. El diálogo entre historiadores o los "estudios
académicos conjuntos" no pueden concebirse en un ambiente donde predominan
las doctrinas de la Sociedad de Historia Turca y sus similares derivados del
autoritarismo kemalista.
Para
un historiador con todas las letras, no existe "genuina controversia
histórica" que impida la analogía entre el Holocausto y el genocidio
armenio. Obviamente, Adolfo Hitler no inventó la palabra "genocidio"
el 22 de agosto de 1939. Su frase "¿Quién recuerda hoy la aniquilación de
los armenios?" se usa para indicar que el jerarca nazi sabía lo que había
pasado, hasta el punto de que ya había citado el exterminio de los armenios por
primera vez en una entrevista de 1931. La "evidencia verdadera
disponible" existe, pero los autores revisionistas turcos y no turcos no
se han dado por enterados.
Si
se habla del "sufrimiento de los armenios durante la Primera Guerra
Mundial", no se puede traer a colación "el periodo previo" para
los turcos. Los turcos que perecieron durante la guerra no fueron deportados a los
desiertos de Siria y Arabia para morir o ser masacrados en el camino. De
acuerdo con el razonamiento de Ankara, los seis millones de judíos y el medio
millón de Sinti y Roma muertos o asesinados por los nazis contarían menos que
los muertos sufridos por Alemania (entre 5,5 y 6,9 millones) durante la Segunda
Guerra Mundial.
No
hay prueba sustancial, fuera de la evidencia fabricada por el mismo gobierno
otomano, de que los "grupos militantes armenios del Imperio Otomano (...)
cooperaron con los ejércitos invasores". Las pocas "rebeliones"
armenias fueron actos en defensa propia, tanto se trate de la defensa de Van
como de la del Musa Dagh, perfectamente comparables en su motivación con el
levantamiento del gueto de Varsovia. Los armenios habían reclamado que las
potencias extranjeras hicieran cumplir las reformas administrativas prometidas
por el tratado de Berlín (1878) que ellas mismas habían garantizado; si el Imperio
Otomano las hubiera ejecutado, nadie las hubiera reclamado a los garantes. ¿Qué
amenaza constituían los armenios turcoparlantes de Ankara, por ejemplo, que no
se identificaban como armenios y vivían en el centro del Asia Menor, lejos de
cualquier frente de batalla?
Los
documentos de Alemania y Austria-Hungría, aliados del Imperio Otomano en la
Primera Guerra Mundial, ofrecen una narrativa del genocidio que tiene numerosas
coincidencias con la "narrativa nacional". Los armenios fueron
aniquilados en una consciente, planificada, coordinada y sistemática campaña cuyo
episodio fundamental se produjo entre 1915 y 1917. Varios gobernadores fueron
separados de sus cargos por negarse a ejecutar la "reubicación", lo
que indica que sabían el significado de esa medida. La declaración de que
"durante la reubicación de la población armenia, el Imperio Otomano tomó
medidas de seguridad para proteger las caravanas" carece de rigor
histórico; la simple comparación numérica entre quienes partieron y quienes
arribaron a destino revela el alcance de las "medidas de seguridad".
Los
sofismas y las falacias no alcanzan para ocultar que la única verdad es la
realidad: Turquía es un Estado que ha cometido un crimen contra la
humanidad, como ya fuera denunciado el 24 de mayo de 1915 por las
potencias aliadas. Su nombre moderno es genocidio.
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