Jorge Rubén Kazandjian
El tiempo es impiadoso y borra todas las huellas. Apaga el dolor, diluye
realidades por más duras que estas sean y es el mejor aliado del olvido
que es el mayor de los castigos de la memoria. Transitamos el sendero
del centenario del mayor dolor de nuestras vidas, el genocidio que se
llevó a nuestros mayores, destruyó nuestro patrimonio cultural y puso en
enorme riesgo nuestra existencia como nación. Y además de nuestras
históricas reivindicaciones que alientan y sostienen la lucha de nuestro
pueblo, no ya por el reconocimiento que es cosa juzgada, sino por la
impostergable reparación a la que debe hacer nuestro victimario, el
estado turco, debemos prestar atención a otros temas.
Pero
ese privilegio ya casi no existe. Uno a uno ellos se fueron apagando y
ya casi no quedan sobrevivientes que puedan relatarnos su triste
experiencia de vida, que por un lado nos entristecía, pero por otro la
importancia del significado de cada testimonio hacía que fuera
imprescindible recogerlo, atesorarlo y convertirlo en la columna de
nuestra identidad. Con la cuarta generación ya en curso, es importante
lograr que esas pruebas de vida, muchas veces transformadas en libros y
escritos, otras tantas convertidas en archivos de sonido o imagen no se
pierdan y formen parte de una nueva memoria que esta vez debe llegar a
nuestros hijos y nietos desde modernos soportes.
Por diferentes
circunstancias, no todas las familias pudieron almacenar esos recuerdos o
memorias. Muchas veces siquiera pudieron comprender el significado de
ese tesoro que quedó sepultado en un mueble viejo que se arrojó a la
basura. No es la primera vez que llegan a nuestra redacción cajas
enteras de viejos libros en idioma armenio que heredados a la fuerza hoy
incomodan en muchas casas o departamentos.
En esos libros vive
la historia que protagonizaron nuestros mayores y que hoy muy pocos
recuerdan. Propongo hacer un ejercicio muy básico. Preguntemos a
nuestros hijos y nietos de qué pueblo provino su abuela o abuelo.
Veremos enseguida que el desconocimiento hará estragos. Algo tan
sencillo y simple no pudo ser traspasado convenientemente. Ni hablar de
otros detalles que hacen a la esencia familiar como el origen del
apellido o la historia de algunas costumbres básicas. Nada de estos
elementales temas está en el consciente de las nuevas generaciones.
Cuando
se va un viejo todos lo lloramos desde un sentimiento humano, pero
nadie valora lo real de la pérdida. Es que con ese ser querido se perdió
un pedazo de nuestras propias vidas. Se fueron nuestra historia,
nuestras tradiciones, nuestros verdaderos orígenes. Proteger nuestra
memoria no significa llevar viejas pertenencias a un museo. Salvaguardar
nuestra memoria es conocer a fondo nuestro origen familiar, historia y
también nuestra propia identidad de armenios. Cien años después del
crimen del que fuimos objeto como nación, será imperdonable acercarse a
nuestra historia a través de la lectura de un libro impersonal, dejando
de lado la otra trama, la más cercana, la más pasional. Aquella [de la] que
nuestros viejos fueron intérpretes.
"Armenia", 26 de junio de 2014
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