28.4.14

De un pasado desconocido a un futuro desconocido, al este y al oeste del Ararat


Avedís Hadjián

 

Bedrós Boyadjí Hadjián es el antepasado más remoto de quien tengo noticias. Era mi bisabuelo por lado paterno, quien trabajaba como tintorero – es decir, trabajaba en el teñido de telas – en el mercado de Kilís, cerca de lo que ahora es la frontera de Siria con Turquía. Lo mataron en la masacre de 1896 y arrojaron su cadáver frente a la puerta de su casa. En ese momento, su mujer estaba embarazada o bien daba a luz a mi abuelo, Avedís. Cuando yo era chico, mi padre me dijo que lo habían matado con un hacha, haciendo el signo de la cruz en la frente. 


A él le debemos nuestro apellido. Había peregrinado al Patriarcado Armenio de Jerusalén, tras lo cual fue conocido como “Hadjí”, o “Peregrino” (en árabe y turco). Quienes creen que el nombre determina el destino podrían quizás argumentar que nuestra familia estaba predestinada a una vida errante, si no fuera por los millones de armenios con una infinidad de nombres diversos, quienes han estado atravesando el planeta en busca de un hogar, abrigando la esperanza en algún rincón de nuestras mentes y almas – y que se está agriando y corrompiendo dentro de nosotros – de que tenemos que regresar a casa, aun cuando sabemos perfectamente que el hogar, que en nuestra imaginación nos invita a volver, ya no existe.
El hijo de Bedrós Hadjí, Avedís – mi abuelo – fue criado por su abuelo paterno en Kilis. En 1909, durante la matanza de Adaná, era seminarista en el Catolicosado de Cilicia en Sis, cuando la Iglesia decidió enviar a todos los seminaristas a casa por razones de seguridad. Avedís no permaneció mucho tiempo en casa. Su tío consideró más seguro enviarlo lejos, por lo que Avedís y su hermano mayor, Alexander o Iskender, partieron a Egipto – no sabemos si a Alejandría o El Cairo – y allí abrieron un café. En 1919 o 1920, Avedís y Alexander fueron a Alepo, se casaron y regresaron a Kilís durante el breve interludio del protectorado francés de Cilicia. Alexander y su esposa, a quien conocemos por el nombre de Gelín Baci, no tuvieron hijos. Avedís y mi abuela, Azniv, tuvieron ocho hijos, tres de los cuales murieron en su infancia. Azniv era de  Hromklá, cerca de Urfá, un antigua ciudad de donde era oriundo el miniaturista armenio del siglo XII Torós Roslín.
Azniv, la esposa de Avedís, tenía seis o siete años cuando fueron deportados en 1915. Antes de eso, iba a la escuela en Hromklá, adonde llevaba un almohadón consigo todos los días para sentarse en el suelo en las clases. Perdió a su madre y una hermana bebé en el desierto. No sabemos qué ocurrió con su padre pero podemos hacer una conjetura lógica. Azniv cuenta que la pusieron en un tren con una hogaza de pan en la mano. Un oficial de caballería alemán reprendió a los gendarmes turcos por los maltratos a su caravana. Luego emprendieron la larga caminata a Alepo a través del desierto. Azniv hurgaba en la basura en busca de comida. Recuerdo que me contaba que comía cáscaras de naranja. En determinado momento, ella y su hermana se separaron de su hermano, Garabed, a quien no encontraron hasta 1970, cuando éste ya se había establecido en Marsella, Francia.
Garabed ha escrito sus memorias, ahora en mi posesión, que están guardadas en una caja de seguridad en Nueva York. Tenía 10 u 11 años cuando ocurrió el Genocidio. Recuerda haber llegado a la Iglesia Armenia Karasún Mangánts en Alepo. Los cadáveres de armenios que morían de hambre o enfermedades se apilaban todos los días delante de la iglesia y se los llevaban en un carro. Posteriormente viajó a Armenia cuando se independizó en 1918 junto con otros niños sobrevivientes del Genocidio y trató de alistarse en el ejército, pero fueron rechazados, tras lo cual Garabed fue a Grecia y al cabo pasó a Francia.
Tras la retirada francesa de Cilicia al amparo de la noche, después de haber entregado el territorio a Turquía en 1921, Avedís y Alexander, junto con sus familias, se establecieron en Jerablus o Karkemish, justo al otro lado de la frontera en Siria. Mi padre Bedrós nació y fue criado allí, donde Avedís y Alexander tenían un café donde servían leche caliente en la mañana y una mujer venía a bailar para los clientes, según el relato de mi tía Eugenie.
A mediados de la década de 1940, la fortuna de los hermanos se revirtió y tuvieron que cerrar el negocio y mudarse a Alepo. Mi abuelo comenzó a vender dulces en un carrito, en las calles frente a las escuelas armenias de Alepo. Poco antes de su muerte, Avedís estaba tratando de viajar a Armenia como parte de una malhadada repatriación patrocinada por la Unión Soviética en 1946, que atrajo muchos armenios crédulos e ingenuos a una vida infernal en una patria que era y a la vez no era la suya, al este del Ararat. Pero mi abuelo estaba anotado en una lista negra del comité de repatriación en Alepo debido a la filiación de mi padre en la Federación Revolucionaria Armenia.
A diferencia de mi abuelo Avedís, mi padre nunca hubiera querido vivir bajo un régimen soviético. Él soñaba con una Armenia libre e independiente, un sueño que se tornó posible con la caída del muro de Berlín. Mi padre vio flamear la tricolor armenia en la patria al este del Ararat. Nunca vio, sin embargo, la otra parte de su patria al oeste. En 1970, la vida lo había llevado a Argentina, en la remota y ajena Sudamérica. Aun así, nunca dejó de estar en Armenia o en Alepo; solamente había cesado su presencia física allí. Pero recreó estos lugares en sus libros y sus clases en las escuelas. 
Mientras escribo esto, estoy viajando por Ucrania Oriental, en un viaje sin mapas. Ucrania es una tierra que ha visto cantidades horrendas de derramamientos de sangre y dolor, como todo rincón de este mundo. Todos sabemos esto, como también turcos y kurdos saben la verdad sobre el Genocidio. Quienes no lo saben, no quieren ver o bien no les importa. Ahora sé que la sangre y el agua fluyen a la par en los ríos de la vida, que el dolor no conoce raza ni religión. En las palabras del poeta armenio Yeghishé Charents, “Entendí de pronto, con profunda angustia, que es el mismo nuestro sufrimiento inmenso”. Nosotros – armenios, turcos, kurdos y todos en esa tierra – compartimos los árboles, los animales y las montañas que no conocen ni ideas ni banderas. Son comunes a todos en nuestro hogar, en nuestra historia y nuestro dolor inmenso.


"Sardarabad", 30 de abril de 2014

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