Marcelo Cantelmi
Las presidenciales de hoy en Turquía
configuran posiblemente la apuesta más ambiciosa del premier Recep
Tayyip Erdogan. Si logra el volumen de votos que se pronostica y
confirma el envión electoral obtenido en marzo, el paso siguiente será
la reforma de hecho o de derecho del sistema de poderes turco. Erdogan
viene de tres mandatos consecutivos como premier, su década “ganada”
iniciada en marzo de 2003. Pero legalmente ya no puede seguir. Su salto a
la presidencia apunta a perpetuarse otra década a través de un atajo
que resuelva de facto la valla constitucional y permanecer dos periodos
hasta 2023. Es la fecha que este controvertido líder repite como meta,
coincidente con el centenario de la República Turca.
Erdogan no
tiene los votos para cambiar el sistema parlamentario por uno
presidencialista. De modo que repetirá el modelo de Vladimir Putin en
Rusia que gobierna sucesivamente como premier o presidente sin
preocuparse por las formas. Para sostener ese equilibrio es que busca
una victoria aplastante que silencie a enemigos y legalistas, le permita
dejar un aliado como premier y llenar de poder el sillón hasta ahora
simbólico de presidente.
Su ofensiva religiosa forma parte clave
de esa estrategia. Con números de la economía distantes del auge de los
primeros años cuando el crecimiento superaba el 8%, archivó el laicismo
para enarbolar el islam como bandera acompañado de una enorme dosis de
nacionalismo. El blanco a seducir fueron las masas más pobres y
conservadoras donde la religión aún pesa, lejanas de la ola europeista
que también marca a Turquía.
El resultado fue una extraordinaria
polarización del país y una serie de señales inquietantes hacia el
exterior en una región sostenida por hilos muy delgados. Parte del
cóctel nacionalista de Erdogan incluyó la renovación del odio a los
armenios a casi un siglo del genocidio de ese pueblo en las épocas del
imperio otomano. El más íntimo aliado turco en el Cáucaso, Azerbaiyán,
no demoró en enzarzarse en un intercambio de artillería con las fuerzas
de Nagorno Karabagh, un enclave protegido por Armenia y cuya soberanía
demandan las dos naciones. Ese incidente dejó el pasado fin de semana,
según diferentes fuentes, entre 30 y 80 soldados muertos alarmando a las
capitales mundiales. Pero Turquía a través de su Ministerio de Defensa
emitió un comunicado de solidaridad con las fuerzas azeríes. El gesto se
produjo apenas días antes de que Erdogan lanzara en un discurso: “no se
imaginan las cosas que dicen de mi, me dijeron cosas peores: me dijeron
armenio”.
El mayor problema es que esa retórica se produce en
momentos de una gran mutación geopolítica en el area. Rusia, un aliado
de Armenia y con una relación complicada y ambigua con Ankara, ha visto
menguar su poder por la crisis de Ucrania. Pero al mismo tiempo Moscú,
urgido por su lógica comercial, no ha cesado la venta de armamento en
magnitudes sorprendentes al régimen azerí, incluyendo últimamente la
oferta de una flotilla de aviones de guerra. Los disparos de hace siete
días en el Cáucaso retumban en esas contradicciones.
Resta
definir si este juego de Turquía que entusiasma a sus aliados, es una
estrategia electoral o el anticipo de un camino que comenzará a andarse.
Lo último preocupa aún más en un mundo con liderazgos débiles y donde
todo parece posible, aún lo más terrible.
"Clarín", 10 de agosto de 2014
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