Silvina Friera
La voz narradora –una argentina
descendiente de armenios– desata el nudo de su lengua repartida entre el
castellano, el armenio y el turco. “Cuento la historia de los cuerpos
para nombrar algo de lo íntimo”, afirma esta mujer que tempranamente
confiesa que viajó a Estambul para buscar al hijo de su abuela. “¿O
habrá sido una niña?”, se pregunta como si las esquirlas de un relato en
el que se insinuó una violación continuaran clavándose en la memoria de
un cuerpo deseante que intenta unir lo que ha sido mutilado. El viaje
le permite deconstruir la caída del Imperio Otomano –y el impacto que
tuvo en la política de la lengua y en los cuerpos de las minorías como
los armenios– y trazar una tensa y compleja cartografía con frases del
libro sagrado El Corán. En la formidable y perturbadora Infieles (Libros
del Zorzal), una novela anfibia con fraseo barroco y respiración
poética, Ana Arzoumanian propone salir de sí para ir hacia otro sitio
–que en su educación sentimental representó lo salvaje– evocando un
Ausente.
Arzoumanian
cuenta en la entrevista con PáginaI12 cómo fue ese viaje que realizó de
Ereván, la capital de Armenia, hacia Estambul en 2014. “La frontera
estaba –y sigue estando– cerrada; pero había vuelos entre una ciudad y
otra. El libro empieza con una parte del relato, que es lo que me
sucedió: no me dejaron pasar porque me decían que no tenía visado,
porque para la gente de Armenia se requiere visado, tanto para entrar
como para salir. Me miraban el pasaporte y me decían: ‘usted no puede’. Y
yo les decía: ‘Yo soy argentina’. Ahí el oficial de aduana me miró otra
vez, miró el pasaporte y me dejó pasar con desconfianza”, recuerda la
narradora, poeta y ensayista.
–¿Qué significó ese viaje?
–Fue un viaje muy impactante. Vi a un editor que es armenio, que
trabaja y vive en Turquía. Si íbamos a un restaurante, ellos ya no
hablaban en armenio, bajaban la voz y guardaban las cadenitas con las
cruces. Había un clima de cuidado, de sospecha. Las situaciones eran
duras, no amorosas. Cuando volví a Buenos Aires en el avión, me tocó
compartir el asiento con una señora turca que trabaja en la comisión de
Derechos Humanos de la ONU, y vinimos todo el viaje conversando. Cuando
ella se bajó en Río de Janeiro, sacó de su cartera algo y me dijo: “esto
es un regalo para vos”. Me dio un libro de un escritor armenio-turco,
Hayko Bagdat, que en turco se llama Caracoles, escrito en turco, en el
que habla sobre cómo es la vida de un armenio nacido Turquía. Yo también
me pregunté para qué hice ese viaje, más allá de que mi esposo nació en
Turquía, es armenio-turco y vino a los dos años a la Argentina. Con el
tiempo pensé que quizá yo había viajado para buscar a alguien. Siempre
hay en la cosa familiar alguien perdido que tengo que encontrar. Hay un
relato no del todo armado de que hubo una violación en relación con mi
abuela materna. Lo que no sé es si hubo un hijo o no. Y si hubiera
habido un hijo, de un kurdo o de un turco, quizá estaría viviendo en
Turquía islamizado. Yo leí unos textos de Hrant Dink, un periodista
armenio que vivía que Turquía y lo mataron porque él decía que en la
sociedad turca hay muchos armenios que están viviendo islamizados. La
hija de Atatürk, que es el prócer de la República, era adoptada y tiene
orígenes armenios. Y ahí los fundamentalistas se enervaron y lo mataron.
En uno de sus artículos periodísticos Dink dice que “un millón y medio
de armenios murieron. Pero nosotros comprendemos cada día que no todos
murieron”… En ese “no todos murieron” él decía que muchos estaban
viviendo sin saber que son armenios o quizá sí sabiéndolo, pero
ocultando su origen. Eso me generó mucha inquietud porque quizá entre
ese millón y medio estaba algunos de mis tíos y tías que desaparecieron y
nunca supe que pasó.
–Infieles está atravesado por frases del Corán. Una de esas
frases es: “Un esclavo creyente es mejor que un asociador”. ¿Cómo
inscribe esta frase en la historia de Armenia?
–Una manera de entender era ir y ver qué pasaba al relacionarme con
la gente turca. La otra manera, que me parecía la más regia, era tratar
de dialogar con el texto sagrado, tratar de entrar para ver cuáles son
sus imágenes, dónde están instalados, siempre con dificultad porque yo
lo trabajé desde la traducción; un diálogo que en un punto es imposible
porque tanto uno como otros tratan de no escuchar esa parte. Esa frase,
junto con el título del libro, hace alusión a los otros como los que no
son fieles, los que tendrían que entender dónde está la senda de lo
correcto. No digo el bien porque el bien es un término muy cristiano;
pero sí de cierta salvación de la vida comunitaria, porque la vida
comunitaria depende también de la vida religiosa.
–En Infieles la protagonista plantea un problema con la
lengua cuando advierte: “Lavar la lengua. Una red de lavanderías que se
utilizaban para esconder la procedencia ilícita del dinero conseguido
por actividades criminales. No el lavado del dinero, el lavado del
lenguaje”. ¿Cómo explica esta obsesión que tiene la protagonista?
–De ese viaje me traje muchos textos sobre la caída del Imperio
Otomano. Yo quería estar en esa zona, en ese momento en que el imperio
caía. Hay algo muy sensible ahí. Yo hasta ahora tenía la versión de la
destrucción, la dispersión, el aniquilamiento, el exterminio y el
genocidio armenio. Pero no sabía lo que pasaba del otro lado, todo lo
que le pasaba al turco, al otomano musulmán, qué era lo que estaba
viviendo. Estos textos recorrían desde la cosa traumática de los hombres
perdidos en la guerra, la pérdida enorme de territorios del imperio
turco, desde las costas africanas y asiáticas, hasta centrarse solamente
en el Asia menor. La lengua que tenía un alfabeto árabe se transforma
en la conversión del imperio a la república en el alfabeto occidental.
Lo singular es que así como se elimina todo el imaginario alrededor de
los sultanes y se saca a los sultanes del medio de la política, la
revolución los saca, los jóvenes turcos lo sacan, también se eliminan
los textos que estaban escritos en esa lengua que tenía ese alfabeto
árabe. Hay una desconexión tan enorme que los niños después no podían
leer lo que los padres escribían. Los padres no podían leer lo que los
hijos escribían. Todo texto anterior a 1923 los turcos no lo pueden
leer; hay pocos especialistas en algunos universidades que tienen ese
conocimiento, porque además se mantuvo esa especie de secreto frente a
esa lengua. Esto me resultó una herida muy singular, un borramiento que
tenía que ver no sólo con el mundo de lo armenio, sino con el mundo de
lo turco. Cómo será vivir en un lugar con tanta historia, con miles y
miles de años de riqueza y de imperio, sin poder leer.
–Este borramiento singular, ¿la aproxima a comprender algo de
la historia de los turcos, a pesar de ser descendiente de armenios y
tener familiares víctimas del genocidio?
–Sí, intento ver qué pasó, teniendo en cuenta que Estambul fue
invadida, que los Aliados la tomaron, que Francia, Gran Bretaña y España
se repartieron el imperio y que ellos se sintieron muy amenazados.
Imagino lo que debe ser que se pierdan todos los territorios. Uno tiene
la idea de que es bueno que un imperio caiga. Pero los coletazos de la
caída de un imperio tienen estas oscuridades que desde la escritura está
bueno explorar. Algunos sociólogos argentinos alguna vez me dijeron que
ellos habían sentido simpatía por la construcción de la república turca
y por los jóvenes turcos y que no sabían casi nada del genocidio
armenio. Les parecía bien que los jóvenes turcos llevaran adelante una
revolución porque así como se caían los zares en Rusia y aparecía la
Revolución Bolchevique, en Turquía se caían los sultanes y aparecía una
república, lo que para nuestros términos es bueno. Que eso implica un
cambio democrático. Algunos armenios también confiaron en esos jóvenes
turcos que hacían la revolución y la república, pensando que iban ayudar
en su propia nacionalización. Y sin embargo después los desplazaron y
aniquilaron, porque decidieron que la república no fuera multiétnica
como el imperio, sino que fuera turca. Si los armenios querían vivir
como turcos, podían vivir allí, sino eran los infieles que había que
perseguir. Yo fui educada en la idea de que el turco era el bruto, el
salvaje, el que andaba con dagas matando. Pero la sofisticación de
Estambul me dejó muy abismada, al comprobar que había una cultura muy
refinada. Escribir con el texto del Corán fue también querer estar cerca
y comer la misma comida. Las comidas son iguales o muy parecidas. Estar
en ese lugar y comer delicias me llevaba a preguntarme: ¿uno es lo que
come también? Yo podía comer delicias, pero a la vez me tenía que
ocultar, si hablaba en armenio.
–“Escribo para no escuchar el odio de mi madre”, dice la narradora en Infieles. ¿De dónde viene esta frase?
–Para sacarla de la cuestión familiar primaria, también las madres y
mujeres armenias tuvieron que ver con la transmisión del odio. Las
madres armenias, dentro del imaginario, tienen una posición de mucha
fortaleza como la que define, la que ordena. Dentro de ese orden hay
cierta virilización de la mujer, de hacerse más masculina y mantener
cierta tensión odiosa en relación al otro, porque el otro es siempre un
posible enemigo y entonces hay una crianza sobre la desconfianza. Se
cría a los niños para que desconfíen porque el otro siempre es
amenazante. Vivir en ese esquema, cuando uno ya percibe esa música
odiosa, y tratar de salir de ahí es muy difícil, para asumir otro tipo
de maternidad en relación a lo comunitario a través de la confianza. Yo
tengo la responsabilidad de poner el dedo en la llaga y decirles a las
mujeres armenias que están sacrificando a los hijos. ¿Vale la pena? La
pregunta del libro, en un punto extremo, es: ¿Las naciones valen la
pena? ¿Valen la muerte del otro y de los propios hijos? Yo creo que no.
–Cuando la narradora camina por las calles de Estambul, busca
en los rostros con los que se va cruzando al hijo de su abuela y
plantea la cuestión de “desinventar una familia”. ¿Cómo sería esa
desinvención?
–Así como hay una construcción de una familia particular, también hay
que poder deconstruirla en términos derridianos, sacarla del territorio
mítico; destruirla es una palabra un poco más compleja, pero sí
desinventarla, salir de la mitología familiar para encontrar otras
posibles familias, que no son las de la genealogía, sino las familias de
los sufrientes, quizá del sirio, del palestino, del argentino más
cercano, para qué vamos a irnos tan lejos. A mí me pasa con la
literatura que encuentro textos que me hablan y siento que me habla mi
hermana, mi hermano, mi primo, y que armo familia. Pero para eso primero
tengo que ver con extranjería y extrañeza a mi propia familia. Y con
las nacionalidades pasa lo mismo. Para poder desinventarse como nación
hay que también escucharse como extraño y extranjero dentro de la misma
interioridad. Para escuchar también la sutileza de la música, sino es
como el canto del himno que uno repite a veces sin darse cuenta de las
palabras que dice.
–En toda su obra poética y narrativa es crucial el cuerpo. En
“Infieles” la narradora afirma: “en las profundidades del cuerpo hay
más cuerpo”. ¿Por qué todas sus historias parecen suceder en el cuerpo?
–Sé que hay en mí un hábito temprano a lo mutilado, a lo fragmentado,
como si dentro de mi paisaje la mutilación hubiera sido lo habitual. El
camino que vengo haciendo es desnaturalizar la mutilación y armar como
un rompecabezas de partecitas del cuerpo, armar un cuerpo deseante, como
en Mar Negro. Que no me aparece naturalmente, yo lo tengo que construir
y esa construcción del cuerpo-uno –que no esté la cabeza por un lado y
los miembros por otra– es a partir de la literatura. Para eso hay un
torcimiento, hay algo forzado, una demasía de cuerpo por esta intención
de que el cuerpo aparezca como un cuerpo deseante entero. Quizá alguna
vez aparezcan cuerpos más amorosos, pero mis cuerpos siempre están
lindando con lo pornográfico. No sé si en algún momento mi literatura se
transformará en una literatura más amorosa... Acerca del uso de la
lengua, un periodista armenio me dijo que soy una de las pocas
escritoras que escriben sobre las cuestiones armenias en castellano y
que al no escribir en la lengua armenia hay una pérdida y que escribo
como en una lengua “desespiritualizada”. Me quedé pensando que quizá mi
obsesión con los cuerpos es porque mi lengua, al escribir en castellano,
es una lengua de pura materialidad porque mi corazón está repartido
–tiene una lengua castellana y una lengua armenia; está entre dos
zonas–; entonces el castellano queda muy material porque la
espiritualidad está como en fuga. Es como si con cada texto que escribo
tuviese que parir un cuerpo entero. Yo lo miro y en ese momento del
parto quiero ver si todo está en su sitio. En ese mirar lo doy a ver
para que el lector me diga que el cuerpo está entero.
"Página 12", 12 de febrero de 2018
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