5.4.15

Armenia, huellas milenarias

Cristian Sirouyan
 
Tallado por los rocosos perfiles del Cáucaso, Armenia es un entramado de montañas, ríos de agua helada y transparente y valles recortados por rutas de pavimento, cada tanto interrumpidos por cráteres que imponen desafíos al paseo por este milenario país de Asia Menor. Sea cual fuere el lugar y el momento que sorprenden los pasos de los forasteros, los dos conos eternamente blancos del monte Ararat copan la escena. Imperturbables, ocupan un primerísimo plano servido para filmar y fotografiar. Alrededor, la planicie florecida por la primavera se pierde bajo un horizonte brumoso, que también amaga con borronear la silueta de la montaña bíblica. El máximo símbolo del pueblo armenio –donde, según relata la Biblia, se posó el Arca de Noé para quedar a salvo del Diluvio Universal– representa una paradoja en esta región signada por las conquistas: sus 5.200 metros de altura se elevan más allá del río Arax, del otro lado de la frontera con Turquía.
El pasado inalterado refleja un derrotero que se inició 12 mil años antes de la era cristiana y se distingue con cierto esfuerzo entre los contornos de Turquía, Irán, Azerbaiján y Georgia. Hasta las más modernas de las fuentes de agua que muestra orgullosa la capital Iereván (también conocida como Ereván o Yereván) remite a otros tiempos. Su diseño puede responder a líneas romanas (de fuerte influencia entre los siglos I aC. y IV de esta era), árabes (dominaron Armenia desde el siglo VI hasta el siglo IX), asirias, helenas, persas, egipcias, kurdas o rusas. Fueron tantas las culturas que, según el caso, se ocuparon de maltratar o enriquecer este apetecido manojo de tierra y piedra, que los armenios sembraron el suelo rocoso de señales perdurables para afirmar su propia identidad. Es fácil aquí perder la noción del patrimonio que fusiona el presente con el pasado: unos 40 mil monumentos históricos están desperdigados en la plácida atmósfera de valles, montañas y desfiladeros, vigilada con celo por grullas y águilas.

Museo de manuscritos
Para retroceder en el tiempo con celeridad, los primeros testimonios se pueden rastrear en el Matenadarán, construido en el área céntrica de Iereván. Este museo de manuscritos antiguos almacena 16 mil documentos en armenio, latín, árabe, ruso, griego, hebreo, etíope, georgiano, sirio, francés y japonés. La infaltable postal del Ararat se cuela por los ventanales de este soberbio edificio. La vista sin obstáculos del legendario monte sólo desaparece en el valle del río Hraztán. Sin embargo, su nombre resurge entre la veintena de cafés y restaurantes posados sobre la orilla. Las mesas son distendidos balcones, rozados por las ramas de árboles pardí, que tiñen de verde el centro de la ciudad. Chorrillos de agua de manantial salpican el camino, que zigzaguea entre diques con cascadas y el río caudaloso, que no deja de exhibir su fondo de rocas.
En Dzaghgatsor (“Valle de flores”), 60 km al norte de Iereván, los turistas son transferidos de aquel reconfortante ámbito de naturaleza urbana a un espectacular bosque de colores. Conviene disfrutarlo desde la privilegiada perspectiva de un circuito de aerosillas que aterriza en una pista de esquí. Abajo, un hilo de agua de deshielo y el sonido entrecortado de cigarras componen un murmullo casi imperceptible, cada tanto opacado por los gritos de familias que disfrutan de un picnic en un escenario idílico.
A 20 km de Dzaghgatsor, rumbo al lago Seván, la combi parece a punto de explotar. Doce turistas bailan como pueden el ritmo pegadizo de “Sarerí kamí” (“Viento de las montañas”), que propone desde un cd la voz de Harout Pamboukdjian, a fuerza de zhurná, dudúg (instrumentos de viento) y dhol, un tambor que se bate con las manos. La fiesta ambulante despabila a los vecinos de la aldea Noratús, a orillas del principal balneario de Armenia, que consiguen capear su timidez con palmas y sonrisas anchas. El origen volcánico de la zona se adivina por el color oscuro de la arena, que recubre reservas de basalto, granito y duf, la piedra característica de Armenia. También aquí la mayor atención vira hacia las alturas. El morro de una península avanza como una profunda estocada hasta el centro del lago y despliega un mirador del paisaje azul, coronado al fondo por el cordón montañoso.
Los visitantes se apuran por trepar los 233 escalones que conducen a Guecharís, dos iglesias gemelas construidas entre los siglos XI y XIII. Sobre el pastizal que tiñe la colina de amarillo pálido se entremezclan decenas de jachkar (cruces que promedian 3 metros de altura, talladas en piedra) con las melancólicas melodías del trovador Sayat Nová y el religioso Gomidás que despide la mandolina de Mikael Agopian. Su visible estado de felicidad parece contagiar a la turista Takuhí Karnikian, también seducida para siempre por el influjo del lago Seván. 
Pese a que todos los caminos de Armenia se sumergen en una abrumadora secuencia de símbolos, a los que periódicamente los pobladores rinden culto para reafirmar su tradición cristiana, en el templo de Garní, a 30 km de Iereván, todavía reinan las señales paganas. Como un bastión que desafía desde lo alto de una meseta alargada, el último testimonio politeísta visible obliga de entrada a reverenciar a las deidades naturales: el cuerpo se inclina sobre cada uno de los escalones demasiado altos y el sol impiadoso obnubila la vista. Repentinamente, se agigantan las 24 columnas jónicas que sostienen la construcción, emplazada en el siglo I antes de la era cristiana junto a la residencia veraniega de los reyes armenios.

Haik, el creador de Armenia
Alrededor se multiplican las iglesias que conservan innumerables estilos de arquitectura sacra, pero que respetan sin excepciones la traza interior cruciforme. La antigüedad de los sólidos íconos de la fe (los templos y las moles de cruces talladas) se calcula por siglos. Remiten a la adopción del cristianismo como religión oficial en el año 301, un hito clave en la suerte corrida por los descendientes de Haik (el creador de Haiastán o Armenia). Por estos días, Echmiadzín, la sede mundial de la Iglesia Apostólica Armenia está abocada a alentar la participación de los fieles en los actos organizados para conmemorar en este país y su diáspora –diseminada en los cinco continentes desde que cientos de miles de personas fueran desterradas por el Imperio otomano– el centenario del primer genocidio del siglo XX.  La ceremonia central se llevará a cabo el 24 de abril en Dzidzernagapert, en la periferia de Iereván, donde en 1965 fue construido el monumento que recuerda a 1.500.000 armenios masacrados por los turcos medio siglo antes.
Por un rato, la vegetación que adorna la ruta desde la capital en dirección a Keghart desplaza la supremacía de las centenarias construcciones. Desde el suelo rocoso se dispara el brillo de las piedras tuf y sadanaí achk (ojo de Satanás) y los tonos de rojo, amarillo y violeta de los sauces se alternan con el verde oscuro de un pinar. De pronto, en el horizonte bailotea una infinidad de pañuelos multicolores suspendidos en las ramas de un árbol, que conserva en silencio los mejores deseos de la gente que concurre al Monasterio de Keghart. El complejo de tres niveles fue levantado entre los siglos IV y XI, después de que fuera perforada la roca.
Los túneles abiertos detrás del atrio conducen un paseo por la penumbra, que oscurece una pileta llena de monedas y mensajes escritos. El eco de cualquier voz permanece durante más de un minuto en esta sugerente caverna, como para estremecer hasta el espíritu menos sensible. Por las dudas, el guía Hovíg Stepanian se anima con un canto litúrgico y su voz –grave y afinada– confirma el fenómeno.
A la hora del regreso, oscurece en Iereván. Es el momento indicado para amargar el paladar con un café con borra y, simultáneamente, endulzarlo con un empalagoso kadaíf (postre de hojaldre, con almíbar y nuez) en alguno de los bares reproducidos como plaga en los parques públicos y bulevares, donde niños juguetean entre fuentes de agua y maceteros llenos de flores. El final de la jornada, estrellado y con una agradable brisa fresca, también es propicio para elegir uno de los 80 sencillos carritos de la calle Broshian (cerca del estadio de fútbol Hraztán) y dar cuenta de un kebab (brochette de carne picada de vaca o cordero) y jorovadz (trozos asados de carne de cordero y cerdo y cebolla, envueltos en pan lavash).
A la mañana, la gastronomía típica vuelve a ser el tema excluyente que agita la curiosidad y el apetito en un mercado popular de la avenida Mesrob Mashdots, repleto de frutas y verduras frescas que acaban de llegar del campo, lácteos, carne, nueces, duraznos y damascos secos y tiras colgadas del inigualable sudjúj, un dulce elaborado artesanalmente con jugo de uva y trozos de nuez.
Las plazas del centro de Iereván  y el remodelado paseo Cascade semejan planos inclinados que atraen a miles de jóvenes y ancianos. Nadie parece quedar al margen de la silenciosa multitud que pasa horas jugando al ajedrez y tavlí (parecido al backgammon), mientras analiza la siguiente jugada comiendo gud (semilla de calabaza). Una respetuosa platea de admiradores los observa, apoyada sobre esculturas y monumentos de mármol blanco.
No bien traspasa las últimas señales urbanas de la capital, la ruta de 70 km que deja atrás Iereván con rumbo oeste desenrolla la primera panorámica contundente de los cuatro picos nevados del Aragats. La cumbre más alta del país (de 4.100 metros inmaculadamente blancos) parece una figura irreal al fondo de la ancha pradera verde, salpicada de flores silvestres, agrupadas en racimos rojos, amarillos, lilas y rosados.
A la izquierda, de entre las nubes resaltadas por los destellos del sol  vuelve a emerger el otro gigante que matizará la excursión: el omnipresente monte Ararat. A 30 km de Iereván, las miradas viran hacia el puente de piedra de Ashdarág, que desde el siglo VII corona el impresionante cañón del río Kasaj. A 25 km de Abarán, tres vecinos de este pueblo privilegiado por la proximidad del Aragats muestran el Parque de las Letras Armenias como el fin de un sueño de larga data. “Cuando éramos parte de la Unión Soviética, hasta la Independencia de Armenia –declarada en 1991–, limpiaba la estatua de Lenin. Ahora cuido este paseo, un jachkar y la efigie de Mesrob Mashdots, creador del alfabeto armenio en el siglo V”, revela Hrant Guluzian desde uno de los 36 caracteres tallados sobre rocas de 3 metros de alto.

Asado en la cumbre
Una hora más tarde, el asador Edvard Gostanian anuncia la llegada al techo de la montaña, donde la nieve y un viento frío delinean un paisaje repentinamente invernal. Cuatro mesas al aire libre están dispuestas para almorzar jash –patas de cerdo cocidas en su jugo– y pescado sig, cobijados por el Aragats y con la impecable presencia del Ararat al frente. Dos horas después desandamos la ladera y el pastizal vuelve a ofrecer su compañía luminosa y multicolor. Esta vez, el monte bíblico se sitúa como guardián a espaldas de las ruinas de Ampert, una fortaleza del siglo VII reconstruida cuatro siglos después. Sobre una colina bordeada por un inquietante vacío, los armenios erigieron en el siglo XI la iglesia Santa María.
El legado del pasado de Armenia presenta más misterios a desentrañar a 217 km al sur de la capital. Cerca de Sisian, un círculo irregular de rocas resalta sobre el suelo tapizado de hierba amarilla y ceniza volcánica. Una placa amarillo-verdosa de musgo oculta la corteza áspera de los 204 gigantes de basalto de Zorats Karer (“Fortaleza de piedras”), cuyos espigados cuerpos de entre 50 centímetros y 3 metros de alto y 10 toneladas de peso resisten de pie los vientos implacables del Cáucaso: un enigma que astrofísicos, antropólogos y geólogos develan en cuentagotas desde los años 80. Apenas lograron determinar que estas moles fueron levantadas hace más de 4 mil años.
Desde algún recodo de las alturas baja Anahid, de 80 años, que camina seis horas diarias para arrancarle flores al suelo ajado de su tierra y ofrecerlas por unas monedas. “Soy parte de estas montañas. De a poco, en lugar de enemigos llega gente que admira este país”, susurra, al tiempo que estira su mano arrugada para regalar el racimo más grueso. Es inútil recobrar la noción del tiempo. En Armenia, es siempre un dato impreciso.

"Clarín", 5 de abril de 2015

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