Cristian Sirouyan
Tallado por los rocosos perfiles del Cáucaso, Armenia
es un entramado de montañas, ríos de agua helada y transparente y
valles recortados por rutas de pavimento, cada tanto interrumpidos por
cráteres que imponen desafíos al paseo por este milenario país de Asia
Menor. Sea cual fuere el lugar y el momento que sorprenden los pasos de
los forasteros, los dos conos eternamente blancos del monte Ararat copan
la escena. Imperturbables, ocupan un primerísimo plano servido para
filmar y fotografiar. Alrededor, la planicie florecida por la primavera
se pierde bajo un horizonte brumoso, que también amaga con borronear la
silueta de la montaña bíblica. El máximo símbolo del pueblo armenio
–donde, según relata la Biblia, se posó el Arca de Noé para quedar a
salvo del Diluvio Universal– representa una paradoja en esta región
signada por las conquistas: sus 5.200 metros de altura se elevan más
allá del río Arax, del otro lado de la frontera con Turquía.
Museo de manuscritos
Para
retroceder en el tiempo con celeridad, los primeros testimonios se
pueden rastrear en el Matenadarán, construido en el área céntrica de
Iereván. Este museo de manuscritos antiguos almacena 16 mil documentos
en armenio, latín, árabe, ruso, griego, hebreo, etíope, georgiano,
sirio, francés y japonés. La infaltable postal del Ararat se cuela por
los ventanales de este soberbio edificio. La vista sin obstáculos del
legendario monte sólo desaparece en el valle del río Hraztán. Sin
embargo, su nombre resurge entre la veintena de cafés y restaurantes
posados sobre la orilla. Las mesas son distendidos balcones, rozados por
las ramas de árboles pardí, que tiñen de verde el centro de la ciudad.
Chorrillos de agua de manantial salpican el camino, que zigzaguea entre
diques con cascadas y el río caudaloso, que no deja de exhibir su fondo
de rocas.
En Dzaghgatsor (“Valle de flores”), 60 km al norte de
Iereván, los turistas son transferidos de aquel reconfortante ámbito de
naturaleza urbana a un espectacular bosque de colores. Conviene
disfrutarlo desde la privilegiada perspectiva de un circuito de
aerosillas que aterriza en una pista de esquí. Abajo, un hilo de agua de
deshielo y el sonido entrecortado de cigarras componen un murmullo casi
imperceptible, cada tanto opacado por los gritos de familias que
disfrutan de un picnic en un escenario idílico.
A 20 km de
Dzaghgatsor, rumbo al lago Seván, la combi parece a punto de explotar.
Doce turistas bailan como pueden el ritmo pegadizo de “Sarerí kamí”
(“Viento de las montañas”), que propone desde un cd la voz de Harout
Pamboukdjian, a fuerza de zhurná, dudúg (instrumentos de viento) y dhol,
un tambor que se bate con las manos. La fiesta ambulante despabila a
los vecinos de la aldea Noratús, a orillas del principal balneario de
Armenia, que consiguen capear su timidez con palmas y sonrisas anchas.
El origen volcánico de la zona se adivina por el color oscuro de la
arena, que recubre reservas de basalto, granito y duf, la piedra
característica de Armenia. También aquí la mayor atención vira hacia las
alturas. El morro de una península avanza como una profunda estocada
hasta el centro del lago y despliega un mirador del paisaje azul,
coronado al fondo por el cordón montañoso.
Los visitantes se
apuran por trepar los 233 escalones que conducen a Guecharís, dos
iglesias gemelas construidas entre los siglos XI y XIII. Sobre el
pastizal que tiñe la colina de amarillo pálido se entremezclan decenas
de jachkar (cruces que promedian 3 metros de altura, talladas en piedra)
con las melancólicas melodías del trovador Sayat Nová y el religioso
Gomidás que despide la mandolina de Mikael Agopian. Su visible estado de
felicidad parece contagiar a la turista Takuhí Karnikian, también
seducida para siempre por el influjo del lago Seván.
Pese a que
todos los caminos de Armenia se sumergen en una abrumadora secuencia de
símbolos, a los que periódicamente los pobladores rinden culto para
reafirmar su tradición cristiana, en el templo de Garní, a 30 km de
Iereván, todavía reinan las señales paganas. Como un bastión que desafía
desde lo alto de una meseta alargada, el último testimonio politeísta
visible obliga de entrada a reverenciar a las deidades naturales: el
cuerpo se inclina sobre cada uno de los escalones demasiado altos y el
sol impiadoso obnubila la vista. Repentinamente, se agigantan las 24
columnas jónicas que sostienen la construcción, emplazada en el siglo I
antes de la era cristiana junto a la residencia veraniega de los reyes
armenios.
Haik, el creador de Armenia
Alrededor
se multiplican las iglesias que conservan innumerables estilos de
arquitectura sacra, pero que respetan sin excepciones la traza interior
cruciforme. La antigüedad de los sólidos íconos de la fe (los templos y
las moles de cruces talladas) se calcula por siglos. Remiten a la
adopción del cristianismo como religión oficial en el año 301, un hito
clave en la suerte corrida por los descendientes de Haik (el creador de
Haiastán o Armenia). Por estos días, Echmiadzín, la sede mundial de la
Iglesia Apostólica Armenia está abocada a alentar la participación de
los fieles en los actos organizados para conmemorar en este país y su
diáspora –diseminada en los cinco continentes desde que cientos de miles
de personas fueran desterradas por el Imperio otomano– el centenario
del primer genocidio del siglo XX. La ceremonia central se llevará a
cabo el 24 de abril en Dzidzernagapert, en la periferia de Iereván,
donde en 1965 fue construido el monumento que recuerda a 1.500.000
armenios masacrados por los turcos medio siglo antes.
Por un rato,
la vegetación que adorna la ruta desde la capital en dirección a
Keghart desplaza la supremacía de las centenarias construcciones. Desde
el suelo rocoso se dispara el brillo de las piedras tuf y sadanaí achk
(ojo de Satanás) y los tonos de rojo, amarillo y violeta de los sauces
se alternan con el verde oscuro de un pinar. De pronto, en el horizonte
bailotea una infinidad de pañuelos multicolores suspendidos en las ramas
de un árbol, que conserva en silencio los mejores deseos de la gente
que concurre al Monasterio de Keghart. El complejo de tres niveles fue
levantado entre los siglos IV y XI, después de que fuera perforada la
roca.
Los túneles abiertos detrás del atrio conducen un paseo por
la penumbra, que oscurece una pileta llena de monedas y mensajes
escritos. El eco de cualquier voz permanece durante más de un minuto en
esta sugerente caverna, como para estremecer hasta el espíritu menos
sensible. Por las dudas, el guía Hovíg Stepanian se anima con un canto
litúrgico y su voz –grave y afinada– confirma el fenómeno.
A la
hora del regreso, oscurece en Iereván. Es el momento indicado para
amargar el paladar con un café con borra y, simultáneamente, endulzarlo
con un empalagoso kadaíf (postre de hojaldre, con almíbar y nuez) en
alguno de los bares reproducidos como plaga en los parques públicos y
bulevares, donde niños juguetean entre fuentes de agua y maceteros
llenos de flores. El final de la jornada, estrellado y con una agradable
brisa fresca, también es propicio para elegir uno de los 80 sencillos
carritos de la calle Broshian (cerca del estadio de fútbol Hraztán) y
dar cuenta de un kebab (brochette de carne picada de vaca o cordero) y
jorovadz (trozos asados de carne de cordero y cerdo y cebolla, envueltos
en pan lavash).
A la mañana, la gastronomía típica vuelve a ser
el tema excluyente que agita la curiosidad y el apetito en un mercado
popular de la avenida Mesrob Mashdots, repleto de frutas y verduras
frescas que acaban de llegar del campo, lácteos, carne, nueces, duraznos
y damascos secos y tiras colgadas del inigualable sudjúj, un dulce
elaborado artesanalmente con jugo de uva y trozos de nuez.
Las
plazas del centro de Iereván y el remodelado paseo Cascade semejan
planos inclinados que atraen a miles de jóvenes y ancianos. Nadie parece
quedar al margen de la silenciosa multitud que pasa horas jugando al
ajedrez y tavlí (parecido al backgammon), mientras analiza la siguiente
jugada comiendo gud (semilla de calabaza). Una respetuosa platea de
admiradores los observa, apoyada sobre esculturas y monumentos de mármol
blanco.
No bien traspasa las últimas señales urbanas de la
capital, la ruta de 70 km que deja atrás Iereván con rumbo oeste
desenrolla la primera panorámica contundente de los cuatro picos nevados
del Aragats. La cumbre más alta del país (de 4.100 metros
inmaculadamente blancos) parece una figura irreal al fondo de la ancha
pradera verde, salpicada de flores silvestres, agrupadas en racimos
rojos, amarillos, lilas y rosados.
A la izquierda, de entre las
nubes resaltadas por los destellos del sol vuelve a emerger el otro
gigante que matizará la excursión: el omnipresente monte Ararat. A 30 km
de Iereván, las miradas viran hacia el puente de piedra de Ashdarág,
que desde el siglo VII corona el impresionante cañón del río Kasaj. A 25
km de Abarán, tres vecinos de este pueblo privilegiado por la
proximidad del Aragats muestran el Parque de las Letras Armenias como el
fin de un sueño de larga data. “Cuando éramos parte de la Unión
Soviética, hasta la Independencia de Armenia –declarada en 1991–,
limpiaba la estatua de Lenin. Ahora cuido este paseo, un jachkar y la
efigie de Mesrob Mashdots, creador del alfabeto armenio en el siglo V”,
revela Hrant Guluzian desde uno de los 36 caracteres tallados sobre
rocas de 3 metros de alto.
Asado en la cumbre
Una
hora más tarde, el asador Edvard Gostanian anuncia la llegada al techo
de la montaña, donde la nieve y un viento frío delinean un paisaje
repentinamente invernal. Cuatro mesas al aire libre están dispuestas
para almorzar jash –patas de cerdo cocidas en su jugo– y pescado sig,
cobijados por el Aragats y con la impecable presencia del Ararat al
frente. Dos horas después desandamos la ladera y el pastizal vuelve a
ofrecer su compañía luminosa y multicolor. Esta vez, el monte bíblico se
sitúa como guardián a espaldas de las ruinas de Ampert, una fortaleza
del siglo VII reconstruida cuatro siglos después. Sobre una colina
bordeada por un inquietante vacío, los armenios erigieron en el siglo XI
la iglesia Santa María.
El legado del pasado de Armenia presenta
más misterios a desentrañar a 217 km al sur de la capital. Cerca de
Sisian, un círculo irregular de rocas resalta sobre el suelo tapizado de
hierba amarilla y ceniza volcánica. Una placa amarillo-verdosa de musgo
oculta la corteza áspera de los 204 gigantes de basalto de Zorats Karer
(“Fortaleza de piedras”), cuyos espigados cuerpos de entre 50
centímetros y 3 metros de alto y 10 toneladas de peso resisten de pie
los vientos implacables del Cáucaso: un enigma que astrofísicos,
antropólogos y geólogos develan en cuentagotas desde los años 80. Apenas
lograron determinar que estas moles fueron levantadas hace más de 4 mil
años.
Desde algún recodo de las alturas baja Anahid, de 80 años,
que camina seis horas diarias para arrancarle flores al suelo ajado de
su tierra y ofrecerlas por unas monedas. “Soy parte de estas montañas.
De a poco, en lugar de enemigos llega gente que admira este país”,
susurra, al tiempo que estira su mano arrugada para regalar el racimo
más grueso. Es inútil recobrar la noción del tiempo. En Armenia, es
siempre un dato impreciso.
"Clarín", 5 de abril de 2015
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