Daniel Vittar
En la cima de la
ciudad de Shushi, a unos 1500 metros sobre las montañas verdes de Nagorno
Karabagh, se levanta una antigua catedral gótica cuyos cimientos son de
mediados del siglo XIX. Atrás del atrio, atravesando una puerta angosta
se llega a una escalera húmeda que desciende en peldaños pequeños y
pronunciados. Abajo, en penumbra y silencio, se abre un recinto sagrado
excavado en forma circular en la piedra volcánica. Es único en el mundo
por su acústica: si se ubica el centro exacto del lugar, la oración
dicha en voz alta replica con un eco hondo, místico, sobrecogedor. La
gente del lugar asegura que si uno implora allí con arrepentimiento
sincero, los pecados son perdonados, misericordiosamente. Pocos se
atreven a semejante misión.
Los armenios llevan, casi
como una alegoría, un sentimiento colectivo de identidad nacional.
Algunos lo adjudican a la constante defensa de su territorio. Otros, al
ensañamiento de los turcos, que ejecutaron con sus vecinos el primer
“genocidio” del siglo XX. Una masacre que cercenó 1.500.000 víctimas y
dejó una diáspora difícil de calcular. Un pecado étnico que nunca tuvo
reconocimiento, y que tampoco goza de perdón alguno.
Más tarde
llegaron los rusos, para incorporar a la república en la Unión
Soviética. Construyeron edificios, trasplantaron poblaciones, impusieron
gobiernos y derrumbaron iglesias. En esos juegos de política y
artificios a los que estaba acostumbrado Josef Stalin, modeló a su
antojo la región. Los rusos se integraron así en una amalgama social de
virtudes y defectos.
Los armenios se dividen entre los que
sienten cierta gratitud por la herencia soviética recibida, y los que
reprochan una dominación rígida y abusiva. La larga travesía que vivió
Armenia en la órbita de la URSS imprimió en su población rasgos que aún
hoy perduran. Está en el lenguaje, la comida, los trazos de la vida
cotidiana. Inclusive en el temperamento de muchos que esperan que el
Estado resuelva y asegure el bienestar. En muchos comercios el trato
suele ser seco, casi cortante. Pese a la amabilidad de su gente, no
regalan sonrisas ni gestos de falsa gratitud a los que suele tenernos
acostumbrados el capitalismo tradicional.
Armenia está repleta de
escuelas de danza, de música, de ajedrez. Resabios culturales de ese
pasado soviético. También heredaron la burocracia y la corrupción que
aún impregna estratos oficiales. La población los soporta, aunque no
resignadamente.
Pese a la caída de la Unión Soviética, los rusos
nunca se fueron. Están ahí de una u otra manera. En el oeste, por
ejemplo, cuidan la frontera entre Turquía y Armenia, que está cerrada
desde hace dos décadas. Son los únicos que pueden garantizar
tranquilidad en la zona. También lideran las negociaciones con
Azerbaiyán para lograr un acuerdo de paz. Claro, en el medio Moscú juega
su propio juego: le vende armas a los dos bandos, ante un futuro
incierto.
Lo que los armenios no perdonan a los soviéticos es que
como recurso de negociación con los turcos le hayan entregado a los
musulmanes de Azerbaiyán –socia de Turquía– el territorio de Nagorno
Karabagh, una provincia armenia de profunda convicción cristiana.
Los
pueblos, dice Arturo Pérez Reverte, “viven del sueño, del apetito, del
odio y del miedo”. Una síntesis que se ajusta a este pueblo caucásico,
que se considera más europeo que asiático. Los armenios tienen una
memoria épica del recorrido dialéctico que les armó la historia.
Reconstruyeron sus antiguas iglesias y siguen llamando Artsaj a Nagorno
Karabagh, que ahora es un estado independiente, al que no reconoce nadie.
En
una población con lacerante memoria, los turcos concentran los
resentimientos. “El turco siempre es turco. No han reconocido el
genocidio. Si lo reconocieran, podría haber otra actitud”, dice Jasmin,
casi como una impronta de Estado.
De mirada intensa y voz
potente, esta mujer es directora de una escuela de danza para chicos.
Con el cuerpo recto de bailarina maneja su auto japonés con volante a la
derecha, importado de Georgia. Orgullosa, muestra fotos de sus alumnos,
con trajes coloridos, ojos grandes y sonrisas tristes. Son sirios,
refugiados que llegan a montones a un país que los cobija en silencio.
Son esas compensaciones históricas que ocurren a veces. En este caso
retribuye el amparo que les dieron los sirios a los sobrevivientes del
genocidio.
Altos en la escala de rencores, casi a la par con los
turcos, están los azeríes. Las heridas que dejó la guerra entre Armenia y
Azerbaiyán por Nagorno Karabagh (1988-1994) aún hacen supurar hostiles
temores, y peligrosas escaramuzas en la frontera. Nagorno Karabagh es una nación
virtual. Tiene presidente, gabinete de ministros, cancillería, pero
ningún país ni organismo internacional lo reconoce como tal, ya que el
conflicto aún está abierto.
La mayor parte del tiempo su
población lleva una vida apacible, produciendo vino y cultivando
verduras y frutas orgánicas. Pero algunos días, la quietud se rompe en
la frontera y flamean las banderas de guerra con incursiones armadas
azeríes. “Es gente rara, difícil”, sentencia Jasmin.
En esta
república no reconocida que es Nagorno Karabagh hay un moderno aeropuerto con
instalaciones impecables. Pero está vacío. No se puede llegar en avión
porque los azeríes los derriban con misiles. Sólo se arriba por tierra, o
en helicóptero, zigzagueando entre las laderas de las montañas. Hay un
par de helicópteros militares de la década del 70 que dejaron los
soviéticos y que los armenios usan para hacer el recorrido. Tiemblan
como un jeep en el aire, pero cumplen su propósito.
En la
renovada Ereván, cuyas primeras piedras fundadoras son de 700 años antes
de Cristo, la historia también jugó su juego. La ciudad, aletargada,
lentamente cambió de piel para desprenderse del sopor que le dejaron los
soviéticos. Pese a su aire europeo, aún conserva viejos despojos
machistas donde la mujer se abre paso a fuerza de combates cotidianos.
Pero la modernidad y la cercanía la convirtieron en la meca de turistas
vecinos, como los iraníes, que buscan desprenderse del rígido credo
islámico cruzando la frontera.
Un turismo extraño y curioso. Los
hombres, cuando viajan solos, beben, juegan en los casinos y se
divierten en los boliches diciéndoles piropos a las chicas. Las mujeres
iraníes se sacan el hiyab o el chador, se pintan y disfrutan de los
shoppings. Pecados modernos, que se guardan en secreto.
Armenia
es casi un enclave cristiano en medio de países musulmanes. Una cuestión
espinosa, en una región tan convulsionada. Por eso el papa Francisco
fue personalmente a darles su apoyo, pese a que se trata de cristianos
ortodoxos que tienen su propia liturgia y su propio Patriarca. El
argentino Jorge Bergoglio sabe que en un mundo con 1.600 millones de
musulmanes, no hay mucho margen para divisiones internas.
Como un
emblema, o un estigma, la historia cristiana les otorgó a los armenios
el monte Ararat. Esa montaña bíblica sobre la cual se posó el Arca de
Noé después del Diluvio universal, y que los turcos se la arrebataron a
los armenios con la fuerza de las armas. Su cima, eternamente blanca, se
convirtió en un símbolo y en una presencia inmanente del ser armenio,
casi como una reafirmación de la potestad perdida.
Los
intérpretes y eruditos de la Biblia también identifican a Armenia como
el sitio del jardín del Edén. Algo que la historia reciente rebate
caprichosamente, y que el pueblo busca entre pecados y actos de
misericordia.
"Clarín", 7 de agosto de 2016
No comments:
Post a Comment