10.8.14

Una carrera por todo que no reconoce riesgos

Marcelo Cantelmi
 
Las presidenciales de hoy en Turquía configuran posiblemente la apuesta más ambiciosa del premier Recep Tayyip Erdogan. Si logra el volumen de votos que se pronostica y confirma el envión electoral obtenido en marzo, el paso siguiente será la reforma de hecho o de derecho del sistema de poderes turco. Erdogan viene de tres mandatos consecutivos como premier, su década “ganada” iniciada en marzo de 2003. Pero legalmente ya no puede seguir. Su salto a la presidencia apunta a perpetuarse otra década a través de un atajo que resuelva de facto la valla constitucional y permanecer dos periodos hasta 2023. Es la fecha que este controvertido líder repite como meta, coincidente con el centenario de la República Turca.
Erdogan no tiene los votos para cambiar el sistema parlamentario por uno presidencialista. De modo que repetirá el modelo de Vladimir Putin en Rusia que gobierna sucesivamente como premier o presidente sin preocuparse por las formas. Para sostener ese equilibrio es que busca una victoria aplastante que silencie a enemigos y legalistas, le permita dejar un aliado como premier y llenar de poder el sillón hasta ahora simbólico de presidente.
Su ofensiva religiosa forma parte clave de esa estrategia. Con números de la economía distantes del auge de los primeros años cuando el crecimiento superaba el 8%, archivó el laicismo para enarbolar el islam como bandera acompañado de una enorme dosis de nacionalismo. El blanco a seducir fueron las masas más pobres y conservadoras donde la religión aún pesa, lejanas de la ola europeista que también marca a Turquía.
El resultado fue una extraordinaria polarización del país y una serie de señales inquietantes hacia el exterior en una región sostenida por hilos muy delgados. Parte del cóctel nacionalista de Erdogan incluyó la renovación del odio a los armenios a casi un siglo del genocidio de ese pueblo en las épocas del imperio otomano. El más íntimo aliado turco en el Cáucaso, Azerbaiyán, no demoró en enzarzarse en un intercambio de artillería con las fuerzas de Nagorno Karabagh, un enclave protegido por Armenia y cuya soberanía demandan las dos naciones. Ese incidente dejó el pasado fin de semana, según diferentes fuentes, entre 30 y 80 soldados muertos alarmando a las capitales mundiales. Pero Turquía a través de su Ministerio de Defensa emitió un comunicado de solidaridad con las fuerzas azeríes. El gesto se produjo apenas días antes de que Erdogan lanzara en un discurso: “no se imaginan las cosas que dicen de mi, me dijeron cosas peores: me dijeron armenio”.
El mayor problema es que esa retórica se produce en momentos de una gran mutación geopolítica en el area. Rusia, un aliado de Armenia y con una relación complicada y ambigua con Ankara, ha visto menguar su poder por la crisis de Ucrania. Pero al mismo tiempo Moscú, urgido por su lógica comercial, no ha cesado la venta de armamento en magnitudes sorprendentes al régimen azerí, incluyendo últimamente la oferta de una flotilla de aviones de guerra. Los disparos de hace siete días en el Cáucaso retumban en esas contradicciones.
Resta definir si este juego de Turquía que entusiasma a sus aliados, es una estrategia electoral o el anticipo de un camino que comenzará a andarse. Lo último preocupa aún más en un mundo con liderazgos débiles y donde todo parece posible, aún lo más terrible.

"Clarín", 10 de agosto de 2014

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