Julio María Sanguinetti (*)
El
Río de la Plata se pobló tarde. Para la época de la independencia, el
territorio que hoy es la Argentina andaba por los 600.000 habitantes, la
mayoría en Tucumán, y en lo que sería más tarde Uruguay, poco más de
70.000. Las sociedades formadas en torno al epónimo río puede decirse
que se refundan a partir del último tercio del siglo XIX, cuando una
inmigración masiva produce la amalgama que son nuestros dos países
ribereños.
En ese aluvión predominó la gente de las zonas más
problemáticas de Italia, España y la Europa del Este, pero también de un
Oriente que era tan lejano para nuestros criollos como para aquellos
judíos, sirios, libaneses y armenios que, con una mano atrás y otra
adelante, llegaban a una América que muchos de ellos ni distinguían si
era del Norte o del Sur, sajona o latina.
Viene todo esto a cuento
de que en estos días se conmemora el centenario de una de las mayores
tragedias del siglo XX: el intento de exterminio de los armenios por
parte del gobierno turco, que generó una enorme diáspora, cuya oleada
llegó a nosotros. Tanto en la Argentina como en Uruguay esa población se
integró, preservó muchas de sus costumbres, pero asumió nuestras
respectivas identidades nacionales con el mismo sentido de pertenencia
que los viejos pobladores.
Así como el pueblo judío hasta hoy ha
tenido que luchar por su sobrevivencia cultural y nacional, el armenio
no le ha ido en zaga y estos dramáticos episodios de 1915, que marcan el
comienzo de un sistemático intento de genocidio, fueron aún anteriores
al Holocausto judío. No se trata hoy de comparar uno y otro episodio,
cuyas diferencias históricas son notorias, pero emparentados, sin
embargo, por ser la consecuencia de la exacerbación nacionalista, el
racismo y la intolerancia religiosa.
El hecho es que, en aquel
abril de 1915, desatada ya la guerra europea, en la que Turquía se
alineaba con Alemania, se produce una redada sangrienta en
Constantinopla que arrasa con toda la elite armenia. Fue el preludio de
una masacre de un millón y medio de personas en los meses siguientes,
asesinadas u obligadas a emigrar masivamente en condiciones inhumanas.
Los armenios incluso integraban el ejército turco con unidades propias,
habían protagonizado episodios militares resonantes, pero ya venían
sufriendo un clima de persecución desde 1894. Creyeron, sin embargo, en
posibilidades reales de integración, al punto que, cuando en 1908
comienzan los estallidos revolucionarios de los llamados Jóvenes Turcos,
los armenios pensaron que podía inaugurarse para ellos un tiempo de
paz. Desgraciadamente fue al revés y ese grupo, modernizador y
occidentalista, arrastraba también la misma pasión nacionalista que los
sultanes otomanos y, lejos de procurar la convivencia, compartió el
sistemático exterminio.
Al terminar la Primera Guerra Mundial y
caer el Imperio Otomano, los aliados vencedores se propusieron castigar
el genocidio armenio. El propio Mustafá Kemal Ataturk, quien sería luego
el líder de la república turca independiente, condenó en ese momento el
genocidio, lo que era congruente con su laicidad y occidentalismo, pero
al desgajarse Armenia hacia la Unión Soviética, retornó Turquía hacia
una actitud de negación del intento de exterminio de este milenario
pueblo.
Estamos hablando de una historia que se hunde en los
albores de las civilizaciones que poblaron el Asia Menor y los Balcanes.
Estos armenios, cuya semilla original es aún debate histórico, vivieron
bajo la Grecia macedónica, constituyeron un reino independiente, se
puede decir que fueron el primer Estado que adoptó el cristianismo
oficialmente (en 301 de nuestra era), se repartieron más tarde entre
Bizancio y Persia, cayeron bajo dominio árabe, más tarde quedaron entre
Turquía y Persia, y así hasta llegar a esta azarosa historia moderna,
que recién culmina con un Estado independiente en 1991. A lo largo de
ese azaroso periplo histórico, el vínculo cultural que hace de un pueblo
una etnia y aun una nación cuando aspira a gobernarse a sí mismo se
mantuvo incólume. A todo sobrevivió, incluso oculto en la inspirada
música de Kachaturian o en el romanticismo popular de Charles Aznavour.
Desgraciadamente,
hasta hoy Turquía persiste en la negación del genocidio y ello impone a
la conciencia humanística de Occidente exaltar ese episodio, ponerlo en
relieve como una oscura expresión de lo que nunca más debiera suceder.
De esa proclama que tanto repetimos, pero que todavía nos debe convocar,
cuando vivimos en tiempos en que en nombre de Dios se degüella ante la
televisión o se masacran redacciones de periódicos por una caricatura
molesta.
"La Nación", 17 de abril de 2015
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(*) Ex presidente de Uruguay (1985-1990, 1995-2000).
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