17.4.15

A 100 años del genocidio más negado

Julio María Sanguinetti (*)
 
El Río de la Plata se pobló tarde. Para la época de la independencia, el territorio que hoy es la Argentina andaba por los 600.000 habitantes, la mayoría en Tucumán, y en lo que sería más tarde Uruguay, poco más de 70.000. Las sociedades formadas en torno al epónimo río puede decirse que se refundan a partir del último tercio del siglo XIX, cuando una inmigración masiva produce la amalgama que son nuestros dos países ribereños.
En ese aluvión predominó la gente de las zonas más problemáticas de Italia, España y la Europa del Este, pero también de un Oriente que era tan lejano para nuestros criollos como para aquellos judíos, sirios, libaneses y armenios que, con una mano atrás y otra adelante, llegaban a una América que muchos de ellos ni distinguían si era del Norte o del Sur, sajona o latina.

Viene todo esto a cuento de que en estos días se conmemora el centenario de una de las mayores tragedias del siglo XX: el intento de exterminio de los armenios por parte del gobierno turco, que generó una enorme diáspora, cuya oleada llegó a nosotros. Tanto en la Argentina como en Uruguay esa población se integró, preservó muchas de sus costumbres, pero asumió nuestras respectivas identidades nacionales con el mismo sentido de pertenencia que los viejos pobladores.
Así como el pueblo judío hasta hoy ha tenido que luchar por su sobrevivencia cultural y nacional, el armenio no le ha ido en zaga y estos dramáticos episodios de 1915, que marcan el comienzo de un sistemático intento de genocidio, fueron aún anteriores al Holocausto judío. No se trata hoy de comparar uno y otro episodio, cuyas diferencias históricas son notorias, pero emparentados, sin embargo, por ser la consecuencia de la exacerbación nacionalista, el racismo y la intolerancia religiosa.
El hecho es que, en aquel abril de 1915, desatada ya la guerra europea, en la que Turquía se alineaba con Alemania, se produce una redada sangrienta en Constantinopla que arrasa con toda la elite armenia. Fue el preludio de una masacre de un millón y medio de personas en los meses siguientes, asesinadas u obligadas a emigrar masivamente en condiciones inhumanas. Los armenios incluso integraban el ejército turco con unidades propias, habían protagonizado episodios militares resonantes, pero ya venían sufriendo un clima de persecución desde 1894. Creyeron, sin embargo, en posibilidades reales de integración, al punto que, cuando en 1908 comienzan los estallidos revolucionarios de los llamados Jóvenes Turcos, los armenios pensaron que podía inaugurarse para ellos un tiempo de paz. Desgraciadamente fue al revés y ese grupo, modernizador y occidentalista, arrastraba también la misma pasión nacionalista que los sultanes otomanos y, lejos de procurar la convivencia, compartió el sistemático exterminio.
Al terminar la Primera Guerra Mundial y caer el Imperio Otomano, los aliados vencedores se propusieron castigar el genocidio armenio. El propio Mustafá Kemal Ataturk, quien sería luego el líder de la república turca independiente, condenó en ese momento el genocidio, lo que era congruente con su laicidad y occidentalismo, pero al desgajarse Armenia hacia la Unión Soviética, retornó Turquía hacia una actitud de negación del intento de exterminio de este milenario pueblo.
Estamos hablando de una historia que se hunde en los albores de las civilizaciones que poblaron el Asia Menor y los Balcanes. Estos armenios, cuya semilla original es aún debate histórico, vivieron bajo la Grecia macedónica, constituyeron un reino independiente, se puede decir que fueron el primer Estado que adoptó el cristianismo oficialmente (en 301 de nuestra era), se repartieron más tarde entre Bizancio y Persia, cayeron bajo dominio árabe, más tarde quedaron entre Turquía y Persia, y así hasta llegar a esta azarosa historia moderna, que recién culmina con un Estado independiente en 1991. A lo largo de ese azaroso periplo histórico, el vínculo cultural que hace de un pueblo una etnia y aun una nación cuando aspira a gobernarse a sí mismo se mantuvo incólume. A todo sobrevivió, incluso oculto en la inspirada música de Kachaturian o en el romanticismo popular de Charles Aznavour.
Desgraciadamente, hasta hoy Turquía persiste en la negación del genocidio y ello impone a la conciencia humanística de Occidente exaltar ese episodio, ponerlo en relieve como una oscura expresión de lo que nunca más debiera suceder. De esa proclama que tanto repetimos, pero que todavía nos debe convocar, cuando vivimos en tiempos en que en nombre de Dios se degüella ante la televisión o se masacran redacciones de periódicos por una caricatura molesta.

"La Nación", 17 de abril de 2015
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(*) Ex presidente de Uruguay (1985-1990, 1995-2000).

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