Para quienes conocemos la trayectoria personal del papa Francisco y muy particularmente su amplísima, generosa y permanente visión y actitud de perfiles ecuménicos no resulta demasiado sorprendente que el Pontífice procure, de muy distintas maneras, acercarse constantemente a los líderes religiosos provenientes de todos los rincones del mundo.
Por ello, la reciente visita a Roma del patriarca de Cilicia de los católicos armenios, su beatitud Nerses Bedros XIX Tarmouni, parece absolutamente natural, particularmente cuando el visitante concurrió a la cita acompañado de los jóvenes directivos que conducen el seminario armenio de Roma. Este grupo católico, cabe recordar, congrega a unos 350.000 fieles y tiene una fuerte presencia en Medio Oriente, fundamentalmente en Turquía y en Egipto.
Durante esa visita, dos de los armenios que habían sido invitados a la audiencia entregaron al Papa, como presente, un enorme crucifijo de bronce. Al hacerlo, una mujer señaló a Francisco que su familia había estado entre las víctimas del genocidio armenio, que fue sustancialmente consumado contra ese pueblo en Turquía, entre 1915 y 1923, en tiempos del Imperio Otomano. La cruz adquirió entonces el carácter de símbolo.
De este modo, la visita en sí misma tuvo, además, el tono de recordatorio de uno de los genocidios de los que la humanidad ha sido lamentablemente testigo. En este caso, de una tragedia enorme de la que fue víctima todo un pueblo, el armenio. Un desastre provocado, ciertamente, por seres humanos, el que no puede ignorarse y respecto del cual no hay espacio para la torpe y obstinada negación que algunos todavía expresan.
Más de un millón de armenios que en su momento perdieron la vida como consecuencia de lo sucedido merecen no sólo el respeto, sino también el recuerdo permanente de todos por igual.
Callar o disimular lo ocurrido, incluyendo el exterminio y el destierro forzado, ofende a las conciencias porque el genocidio es uno de los crímenes más atroces perpetrados por el hombre.
Más aún, supone no comprender la necesidad de estar siempre dispuesto a prevenir que, en el futuro, el crimen aberrante del genocidio no vuelva a aparecer en la humanidad, que ciertamente lo ha padecido en forma reiterada porque el genocidio es mucho más que un crimen cometido contra un pueblo en particular: es una conducta inaceptable, que ofende a la noción misma de humanidad.
Aquellos que pertenecen a pueblos que fueron blancos y víctimas de ese abominable crimen saben bien que todos los genocidios, sin excepción, deben siempre reconocerse y denunciarse.
La audiencia concedida al patriarca de Cilicia nos ayuda a no olvidar que el mundo ha sido escenario de verdaderas tragedias que, por su triste contenido e inmensidad, no pueden repetirse. Por esa razón, reiteramos, resulta inaceptable tratar de disimularlas, por el motivo que fuere, cuando la reacción debiera ser siempre de inequívoca condena.
"La Nación" (editorial), 17 de junio de 2013
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